sábado, 4 de febrero de 2017

Cuento Perfecto por Luis Bonsembiante, Argentina.


A pesar del título, esto es una crónica; y no porque cumpla con los requisitos para serlo –francamente los desconozco–, sino porque, al contrario del contenido de un cuento, un verso o un relato (todos términos que para un argentino están mayormente asociados a la ficción o a la artera y cínica mentira), los hechos que aquí describo son absolutamente ciertos.

Me topé con su sitio web luego de múltiples golpes al mouse de mi computadora, y al leer lo que este desquiciado, soñador o embaucador prometía, me pareció de una imposibilidad tal, que busqué algún enlace en su página para dejar atrás ese disparate. Pero no había manera de seguir adelante (o no era obvio cómo hacerlo) y, creo recordar, tampoco manera de regresar.

La página estaba escrita en un español rudimentario, lo digo sin pretensión, y el ofrecimiento era tan simple como sospechoso: un kit para escribir el cuento perfecto. Ofertas de dudosa calaña existen en cada rincón digital, pero esta tenía una particularidad que me llamó la atención y de ahí su atracción: el cuento perfecto se había programado (no escrito, esta era la misión del comprador) utilizando un algoritmo que resultaba en la cantidad precisa de párrafos, adjetivos, pronombres, personajes, metáforas y demás ingredientes para que nada le faltase o estuviera de más. El algoritmo, a su vez y según la presentación que ya me había hecho sacar la tarjeta de débito de mi billetera y con la que ahora golpeaba impaciente el escritorio, se nutría de 164 obras maestras de la literatura universal, condensadas en algo así como un aceite esencial literario libre de toda impureza y portador de cada una de las propiedades que le habían ganado a esas obras un lugar en la ecuación.

“Si he comprado la sopapita para sacarle las abolladuras a mi auto ya nada debería avergonzarme”, razoné, y con un par de clicks permuté cinco horas de mi trabajo como repositor en un supermercado por la promesa de construir algo que me permitiera cumplir con el sueño de ser alguien en el mundo de las letras. Acepto que en un comienzo me asaltó el prurito de pensar que esta misión que emprendía (o más bien el producto que obtendría) no sería arte. Era como si Diego Velázquez hubiera recibido un rompecabezas de las Meninas y tan solo se hubiera limitado a engarzar las partes. Ahora bien, ¿acaso los escritores no enfrentan una situación similar a la mía, enmarcados y acotados por las herramientas que les ofrecen el diccionario y las reglas gramaticales?, concluí a modo de sentencia absolutoria.

Con el fin de ahorrarme una discusión con mi esposa, admito sólo acá, que le escondí mi proyecto (Un poco también porque siempre me regaña por ser víctima de lo que ella denomina, con iguales dosis de realidad y crueldad, depredadores de imbéciles).

Al momento de hacer el pago nada había bajado a mi computadora; tan solo había visto abrir una ventana con la promesa de que dentro de las dos semanas recibiría el producto por correo. Si, el correo de papel, quien diría. Y a los pocos días, después de una jornada monótona, acomodando latas en la góndola de vegetales y pasándole el lampazo a la leche derramada del pasillo 14, me encontré en la puerta de casa con un sobre que el cartero no había podido hacer entrar en mi casilla postal.

Lo abrí mientras trataba de acariciar a mi perro que como siempre celebraba mi regreso luego de catorce horas de angustia pensando en que jamás nos reencontraríamos y mi familia flotaba a la deriva en aquel agujero negro donde yo había comprado estas 57 páginas que me sacarían del anonimato. Cuadré las hojas con unos golpecitos contra la mesada y entendí la premisa aun antes de leer las instrucciones: debía ordenar las palabras de tal manera de armar el cuento, siempre cuidando de usarlas a todas la cantidad de veces que figuraba a la derecha de cada una de ellas. Eran 2.455, incluyendo las repetidas.

Aun con los pocos conocimientos de estadísticas que tenía, supe que la compilación, palabra por palabra, de esta supuesta obra maestra era, si no matemáticamente imposible, de una complejidad tal que debería abocarme por completo a ello si es que abrigaba la esperanza de participar en el certamen nacional literario que aceptaba escritos hasta fines de noviembre. A los pocos días un cliente que es profesor de física en la Universidad confirmó mi sospecha que con esa cantidad de palabras, el número de combinaciones era esencialmente infinito. Me recomendó que fuera al lugar donde había comprador el kit y pidiera alguna pista ya que cada palabra que avanzaba reducía en miles la cantidad de posibles variantes. Así lo hice, y constaté que el sitio ya había cambiado de rubro y ahora, con el mismo diseño de página, se ofrecían paquetes turísticos.

“Me cagó y se fue”, concluí con algo de desazón, pero me consoló saber que con $45 el malandro no estaría muy lejos, aun cuando por ese dinero el nuevo sitio prometía un safari en Malawi.
Antes de que el carnicero me lo sugiriera, yo ya había decidido utilizar el Coliseo, ese era el nombre con el que habíamos bautizado a la cámara frigorífica del supermercado, el único lugar donde escapar a la vista de un jefe tan desconfiado como friolento y poder entrenar para una pelea de boxeo, fumar alguna hierba simpática, darle cabida a alguna urgencia de amor o, ¿quién podía negarme la ilusión?, escribir una pieza histórica.

Dentro del inventario de palabras encontré algunos indicios de cómo comenzar y acotar así el número de posibilidades. Reconocí al protagonista (Carlic, su nombre se repetía 7 veces) y quien seguramente tenía alguna conexión afectiva con él ya que Mia aparecía en 5 oportunidades, olvidar 2, abrazo y sus acepciones, 4. La sola idea de que hubiera una sola solución se me hizo a un punto caprichosa y asfixiante, pero a su vez me contenía saber que al final de lo que seguramente serían días de arduo trabajo había una única combinación. La perfección, por definición, no sabe de ambigüedades.

El frío de mi oficina improvisada, en cierta medida me jugaba a favor, ya que me obligaba a apurar mi faena. Cada vez que entraba a mi estudio gélido que constaba de una banqueta que le robé a una cajera antipática y una mesa armada con cajas de calamares que hasta tanto yo finalizara no irían a ninguna cazuela, aguzaba mis sentidos para adelantar lo más rápido posible, antes de que mis dedos se agarrotaran y tuviera que salir a fingir alguna tarea que me ayudara a desentumecerme y recuperar mi temperatura corporal.

A los pocos días comprendí que, aun con el auxilio de mi capacidad de engaño para adelantar durante mis horas laborales, no lo hacía al mismo ritmo que cuando me sentaba enfrente de la computadora de casa, y gozando de un clima agradable y la comprensión de mi esposa que me creía enviando curricula, las palabras e ideas fluían a un ritmo que me ilusionaba. Por lo cual, mi segunda inversión en este proyecto (la mayor, sin dudas) fue la de resignar hacer las horas extras con las que hasta entonces contábamos para llegar a fin de mes, so pretexto que la empresa no estaba en buena posición financiera y habían ordenado recortar gastos. Así estuve, mejor dicho, así estuvimos, durante 87 as.

Para cuando terminé (o creí hacerlo), la economía de nuestra casa pendía de un hilo. Las cartas de desconexión de todos los servicios (esas que siempre tienen colores estridentes) hacían un Mondrián ominoso sobre la mesada. El contestador telefónico estaba abarrotado de mensajes de acreedores que ahora deberían esperar a que yo cobrara el abultado premio del concurso.

Esta falta de recursos hizo que para enviar mi obra al Centro Nacional de las Letras reciclara el sobre donde cuatro meses antes había recibido el kit. Al abrirlo advertí que había una hoja doblada, la 58, que mis dedos impacientes habían ignorado cuando saqué el bloque lleno de futuro. Esa página tenía dos palabras: Zagreb y Zúrich. Dos palabras que yo, era claro, no había utilizado. Me sentí como cuando uno termina de armar un mueble y advierte que en el fondo de la caja quedan dos tornillos que deberían haberse utilizado (¿o los pusieron de repuesto?). ¿Dónde era que no había puesto estas palabras?  Sí, el cuento era perfecto, lo había leído y releído y no dejaba de emocionarme e impactarme su prosa minuciosa, la cadencia del relato y el final suave pero contundente. ¿Qué haría ahora con estas dos palabras?  Si el algoritmo las había propuesto (creo que lo de la hoja doblada había sido una perversa broma del vendedor), seguramente tenían su razón de ser y no podía, así porque si, ignorarlas. Menos aún olvidarlas.

Tal vez la trampa había sido definir la perfección dentro de los límites que me enmarcaron las hojas que inicialmente vi. Tal vez al ubicarlas dentro de la historia el sentido cambiaría diametralmente y Carlic y Mia no fueran más que dos personas viviendo vidas separadas, sin siquiera haberse conocido.

Tuve tres días para reflexionar sobre cómo proseguir; es aquí donde me sentí inmensamente solo y comprendí que había sido un error no involucrar a mi esposa desde el inicio. Ahora no había tiempo para el enojo inicial que seguramente la embargaría, el rencor moroso, y el revisar y hurgar todos los rincones donde ubicar a estos dos invitados de última hora.

Luego de una noche con la mirada puesta en el techo que intuí detrás de la oscuridad indiferente, aturdido pero consciente de mi decisión, terminé borrando todo rastro del cuento casi perfecto (me duele y me resisto a llamarlo imperfecto, aunque sé que efectivamente lo era).

Y hoy solo me queda esto, una simple y triste crónica de quien estuvo a dos palabras de tocar el cielo con las manos y que ahora se tiene que conformar con el relato de su fallido y vano intento.


Diciembre 2016

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