viernes, 16 de octubre de 2020

Instrucciones para no pensar en ella de Jorge Vega


 

 

Dados los recurrentes episodios de insomnio, generados en gran medida por la continua aparición de su imagen inundando cada espacio del cerebro, en diferentes contextos, escenarios y posiciones; con diferentes tonos de luz y fondos musicales, se hace por completo necesario tomar medidas urgentes que mitiguen de alguna manera la ansiedad y la nostalgia que, especialmente en la noche, se apoderan sin avisar y por asalto de todos los rincones de la casa, que embarran cada sábana, que se adhieren al cuerpo como una gran serpiente que ahoga cada vez más con cada vuelta, que marchitan las manos y los ojos y te sientan en un vórtice que gira y gira ad nauseam, que te suben y bajan para luego quemarte en el ara feliz de su recuerdo. Estas medidas son aún más perentorias cuando llueve o cuando hay luna llena y los pinos recortan su figura sobre un cielo estrellado, y muy especialmente cuando se está parado frente al mar y las olas acarician los pies, y los sargazos te devuelven un perfume de profunda tibieza y melancólica dicha.

Urge entonces yacer en posición y mueble preferidos, cuidándose de no quedar tan cómodo que pueda llegar a imaginar su aroma, o el calor de sus brazos en la noche, o el rictus de su boca cuando ríe, o el color de su piel en la penumbra. En un primer intento trate de perderse en la fantasía que la tele le ofrece, aclarando que en los tiempos actuales la oferta es deleznable, en cuyo caso las consecuencias podrían ser peores. Tome pues el control con su mano derecha (o izquierda según el caso) y con el brazo extendido en la dirección del aparato pulse con el dedo pulgar el botón correspondiente. Podrá observar que éste irá emitiendo luminosos destellos a la velocidad del dedo. Deténgase en la opción que considere conveniente, cuidando de evitar las escenas de amor, de miradas furtivas o caricias, so pena de evocar atardeceres olvidados, besos bajo la lluvia, noches de vino. Especialmente evítense aquellos canales de lúbrico contenido, pues estos podrían evocar recuerdos más profundos: un paisaje lunar, un pliegue, un cabello dorado como un rayo de sol sobre la cara, un gemido, una tibia humedad, una agonía lenta y contenida, un olor que hace que usted al fin comprenda a las bestias del campo, convocando demonios bastante difíciles de apaciguar. En todo caso manténgase fuera del alcance de los mimos.

Mientras la noche avanza, especialmente si lo anterior no arroja resultados y sigue llegando hasta usted el olor de un aliento, el color de unos labios, una humedad, es aconsejable mantenerse alejado del estéreo y por nada en el mundo recurrir a Serrat o a Sabina, a Montaner o a Pablo, o a cualquier otro que pueda suscitar suspiros y pinte en su cabeza los momentos de dicha que alguna vez le hicieron pensar que el mundo era sencillo, que la noche era noche y el sueño no era esquivo y que un solo “te amo” de sus labios era lo suficiente para dormir el más afortunado de los sueños, sin ver, como esta noche, a todos los segundos escurrirse uno a uno hacia una oscuridad impenetrable. De ser posible recúrrase a Chopin y sus nocturnos o a Schubert y sus cantos, pero nunca a Fauré, de cuyos terciopelos se dice que pueden excitar la piel de tal manera que le sea imposible olvidar el albor de otra piel debajo de la cual se encuentra el paraíso, donde se hicieron agua tantas veces sus manos y sobre cuyos pliegues se durmieron tantas veces sus besos. Convénzase con Silvio de que “después que canta el hombre queda solo” y convenza a Serrat de que no siempre “es conveniente y hasta imprescindible, tener a mano una mujer desnuda”.

Y mientras el reloj se desgrana en segundos monótonos y tristes y la noche se desboca implacable hacia el día, asómese al espejo y mírese los ojos, esculque el interior de su mirada. Vaya a la


biblioteca, tome un libro de Borges o Cortázar, en todo caso nunca a Benedetti. Abra el libro y vuele. Mire cómo va quedando un reguero brillante de palabras en el piso. Deguste los sabores, disfrute sus olores, pero solo hasta que estos lo remitan a otros que puedan desperezar ciertas partes del cuerpo, que puedan llevarlo a un estado de exaltación y desesperación, nada convenientes, especialmente a esta altura de la noche. Y si a pesar de todo, a estas horas, usted no puede sacar de su cabeza aquellos ojos que lo desnudan con solo mirarlo, lo mejor sería reconocer que usted está jodido y que el sol que ahora asoma por el horizonte, terminará llevándolo, al final de la tarde a una nueva noche, en la que quizás pueda probar otros recursos.

 

 

 


Por una rosa roja de Rosario Allpas

Lima, 15 de junio de 1840

Amada Susana,

Te escribo con el último aliento que me queda. Recuerdo que, cuando éramos niños jugábamos en el río cristalino de nuestro pueblo, ese que transcurría por el sendero zigzagueante de árboles colmados de hojas de distintas tonalidades. Trotábamos por caminos estrechos hasta encontrar un jergón de hierba esmeralda, al que bautizamos en secreto: «nuestro remanso de paz». Yo me recreaba en las tranquilas aguas del azul celeste de tus ojos, en los hoyuelos profundos que iluminaban tu rostro alegre, en los coquetos rizos de tu cabello claro que se movían al compás de la brisa. Jugábamos a escondernos y encontrarnos, lejos de sentimientos tan profundos que dolían el alma. Nuestras risas se confundían con los trabalenguas, y las manos se nos ponían rojas de tanto palmear con el repetido «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena». Aquellas letras eran las únicas tristezas que en nuestro corazón anidaban. Eran nefastas y, sin embargo, las tarareábamos alegres.

¿Por qué cuando crecimos cambiaron tanto las cosas? Tú te fuiste a un colegio de monjas, en Lima, para que te hicieras señorita, y yo me cambié a una escuela fiscal porque no tenía un padre que velara por mis estudios. Este murió muy pronto, dejando a mi madre, triste y abatida, y con tres de mis hermanos menores. Tuvimos que mudarnos al rancho, lejos de la ciudad. Quedaron en mi memoria tus ojos, tu sonrisa y la rosa roja que me regalaste el aciago día de nuestra despedida.

¡Oh, Susana! Nuestras vidas se hubiesen quedado allí, en ese recuerdo de coloridos instantes de niñez. Pero Dios me dirigió a un destino de sombras cuando viajé a la capital. Te encontré en el teatro convertida en la mujer más hermosa, elegante y culta de la sociedad limeña. Yo me había hecho escritor y fui llamado por el director de un diario recién fundado. Quería que escribiese relatos cortos de la vida provinciana y también de la capitalina. Cuando nos encontramos, me reconociste de inmediato por mis tristes ojos negros, y yo me perdí en los tuyos de celeste manso mar. Apenas tus luceros se abrigaron en los míos, ya me habías hechizado. Todo se volvió brillante, y retornó el aire puro del paisaje límpido de «nuestro misterioso remanso de paz». La primavera de colores insistía en no advertir el entorno gris del invierno limeño. ¡Ah, Susana! La magia terminó para mí cuando me contaste que estabas comprometida. Hubiese regresado a la calma de mi pueblo cuando te escuché. Pero no, no lo hice.

Tu prometido era el capitán de la policía, un hombre adusto y áspero que no entendió nuestra amistad. Enfadado estaba cuando tu risa se elevó en el salón, diáfana y alegre, en el momento que, estando a solas, te hice notar que tenías de compañero a ese Mambrú de antaño. Quizás pensaba que nos reíamos de él, o, tal vez, intuyó mi pasión por ti, porque mis ojos ya destilaban amor. A partir de ese día, en cada reunión que coincidíamos, él demostraba su hostilidad.

Una noche, que regresaba a mi hogar, pasé por tu casa. Al bordearla vi una pequeña puerta en la parte trasera, donde unos rosales se explayaban más allá de la reja como si fuesen una invitación. Recordándote, quise cortar una rosa roja. De inmediato, varios hombres me cogieron de los brazos y condujeron hacia una patrulla. Me defendí, pues pensaba que la acusación para encerrarme en la cárcel era absurda: ¡ladrón de rosas! Uno de los subalternos me dijo que habían encontrado un pordiosero muerto en la esquina próxima a tu casa. Me acusaron de ser el autor de la muerte del infeliz. El jefe era nada menos que tu prometido. Intuí que iba a ser imposible una absolución. Aquella noche luminosa sin estrellas, no hubo ningún alma en las inmediaciones del lugar. Mi suerte estaba echada. Creyeron al capitán; yo era un simple desconocido.

No sabía, amada Susana, si esta carta llegaría a ti. Solo anhelaba desahogar el pesar que siento. Me quedé prendado en los recuerdos cuando vi aquel rosal hermoso del jardín trasero de tu casa, y por azar del destino un desventurado había muerto, quizás de hambre, en la esquina.

Termino mi carta y ahora sé que llegará a tus manos. El buen cura vino a visitarme y a pedirme el último deseo. Era el padre Ambrosio Reyes, el hermano mayor de Luis, un compañero de la escuela fiscal. Lo reconocí por la cicatriz en la frente. Se la había hecho al pegar en la alambrada del jardín, una tarde que jugábamos con su pelota de trapo. Fue el único de los hermanos que enviaron al seminario, pues tenía como padrino al alcalde del pueblo. Me prometió hacértela llegar, pues, sagrado es cumplir la última voluntad de un hombre condenado a morir. Me dejó terminar la misiva este buen hijo del Señor.

Adiós, mi querida Susana. Siempre te amé; y si he de morir por amarte, gustoso acepto mi destino.

Tuyo, por siempre.

Carlos.