Lima, 15 de junio de 1840
Amada Susana,
Te escribo con el último aliento que me queda. Recuerdo
que, cuando éramos niños jugábamos en el río cristalino de nuestro pueblo, ese que
transcurría por el sendero zigzagueante de árboles colmados de hojas de distintas
tonalidades. Trotábamos por caminos estrechos hasta encontrar un jergón de hierba
esmeralda, al que bautizamos en secreto: «nuestro remanso de paz». Yo me
recreaba en las tranquilas aguas del azul celeste de tus ojos, en los hoyuelos profundos
que iluminaban tu rostro alegre, en los coquetos rizos de tu cabello claro que se
movían al compás de la brisa. Jugábamos a escondernos y encontrarnos, lejos de
sentimientos tan profundos que dolían el alma. Nuestras risas se confundían con
los trabalenguas, y las manos se nos ponían rojas de tanto palmear con el
repetido «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena». Aquellas letras
eran las únicas tristezas que en nuestro corazón anidaban. Eran nefastas y, sin
embargo, las tarareábamos alegres.
¿Por qué cuando crecimos cambiaron tanto las cosas? Tú
te fuiste a un colegio de monjas, en Lima, para que te hicieras señorita, y yo
me cambié a una escuela fiscal porque no tenía un padre que velara por mis
estudios. Este murió muy pronto, dejando a mi madre, triste y abatida, y con
tres de mis hermanos menores. Tuvimos que mudarnos al rancho, lejos de la
ciudad. Quedaron en mi memoria tus ojos, tu sonrisa y la rosa roja que me
regalaste el aciago día de nuestra despedida.
¡Oh, Susana! Nuestras
vidas se hubiesen quedado allí, en ese recuerdo de coloridos instantes de
niñez. Pero Dios me dirigió a un destino de sombras cuando viajé a la capital.
Te encontré en el teatro convertida en la mujer más hermosa, elegante y culta
de la sociedad limeña. Yo me había hecho escritor y fui llamado por el director
de un diario recién fundado. Quería que escribiese relatos cortos de la vida
provinciana y también de la capitalina. Cuando nos encontramos, me reconociste de
inmediato por mis tristes ojos negros, y yo me perdí en los tuyos de celeste manso
mar. Apenas tus luceros se abrigaron en los míos, ya me habías hechizado. Todo
se volvió brillante, y retornó el aire puro del paisaje límpido de «nuestro
misterioso remanso de paz». La primavera de colores insistía en no advertir el entorno
gris del invierno limeño. ¡Ah, Susana! La magia terminó para mí cuando me
contaste que estabas comprometida. Hubiese regresado a la calma de mi pueblo
cuando te escuché. Pero no, no lo hice.
Tu
prometido era el capitán de la policía, un hombre adusto y áspero que no
entendió nuestra amistad. Enfadado estaba cuando tu risa se elevó en el salón, diáfana
y alegre, en el momento que, estando a solas, te hice notar que tenías de
compañero a ese Mambrú de antaño. Quizás pensaba que nos reíamos de él, o, tal
vez, intuyó mi pasión por ti, porque mis ojos ya destilaban amor. A partir de ese
día, en cada reunión que coincidíamos, él demostraba su hostilidad.
Una
noche, que regresaba a mi hogar, pasé por tu casa. Al bordearla vi una pequeña
puerta en la parte trasera, donde unos rosales se explayaban más allá de la
reja como si fuesen una invitación. Recordándote, quise cortar una rosa roja.
De inmediato, varios hombres me cogieron de los brazos y condujeron hacia una
patrulla. Me defendí, pues pensaba que la acusación para encerrarme en la
cárcel era absurda: ¡ladrón de rosas! Uno de los subalternos me dijo que habían
encontrado un pordiosero muerto en la esquina próxima a tu casa. Me acusaron de
ser el autor de la muerte del infeliz. El jefe era nada menos que tu prometido.
Intuí que iba a ser imposible
una absolución. Aquella noche luminosa sin estrellas, no hubo ningún alma en
las inmediaciones del lugar. Mi suerte estaba echada. Creyeron al capitán; yo
era un simple desconocido.
No
sabía, amada Susana, si esta carta llegaría a ti. Solo anhelaba desahogar el
pesar que siento. Me quedé prendado en los recuerdos cuando vi aquel rosal
hermoso del jardín trasero de tu casa, y por azar del destino un desventurado había
muerto, quizás de hambre, en la esquina.
Termino
mi carta y ahora sé que llegará a tus manos. El buen cura vino a visitarme y a
pedirme el último deseo. Era el padre Ambrosio Reyes, el hermano mayor de Luis,
un compañero de la escuela fiscal. Lo reconocí por la cicatriz en la frente. Se
la había hecho al pegar en la alambrada del jardín, una tarde que jugábamos con
su pelota de trapo. Fue el único de los hermanos que enviaron al seminario, pues
tenía como padrino al alcalde del pueblo. Me prometió hacértela llegar, pues,
sagrado es cumplir la última voluntad de un hombre condenado a morir. Me dejó
terminar la misiva este buen hijo del Señor.
Adiós,
mi querida Susana. Siempre te amé; y si he de morir por amarte, gustoso acepto
mi destino.
Tuyo,
por siempre.
Carlos.
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