viernes, 16 de octubre de 2020

Por una rosa roja de Rosario Allpas

Lima, 15 de junio de 1840

Amada Susana,

Te escribo con el último aliento que me queda. Recuerdo que, cuando éramos niños jugábamos en el río cristalino de nuestro pueblo, ese que transcurría por el sendero zigzagueante de árboles colmados de hojas de distintas tonalidades. Trotábamos por caminos estrechos hasta encontrar un jergón de hierba esmeralda, al que bautizamos en secreto: «nuestro remanso de paz». Yo me recreaba en las tranquilas aguas del azul celeste de tus ojos, en los hoyuelos profundos que iluminaban tu rostro alegre, en los coquetos rizos de tu cabello claro que se movían al compás de la brisa. Jugábamos a escondernos y encontrarnos, lejos de sentimientos tan profundos que dolían el alma. Nuestras risas se confundían con los trabalenguas, y las manos se nos ponían rojas de tanto palmear con el repetido «Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena». Aquellas letras eran las únicas tristezas que en nuestro corazón anidaban. Eran nefastas y, sin embargo, las tarareábamos alegres.

¿Por qué cuando crecimos cambiaron tanto las cosas? Tú te fuiste a un colegio de monjas, en Lima, para que te hicieras señorita, y yo me cambié a una escuela fiscal porque no tenía un padre que velara por mis estudios. Este murió muy pronto, dejando a mi madre, triste y abatida, y con tres de mis hermanos menores. Tuvimos que mudarnos al rancho, lejos de la ciudad. Quedaron en mi memoria tus ojos, tu sonrisa y la rosa roja que me regalaste el aciago día de nuestra despedida.

¡Oh, Susana! Nuestras vidas se hubiesen quedado allí, en ese recuerdo de coloridos instantes de niñez. Pero Dios me dirigió a un destino de sombras cuando viajé a la capital. Te encontré en el teatro convertida en la mujer más hermosa, elegante y culta de la sociedad limeña. Yo me había hecho escritor y fui llamado por el director de un diario recién fundado. Quería que escribiese relatos cortos de la vida provinciana y también de la capitalina. Cuando nos encontramos, me reconociste de inmediato por mis tristes ojos negros, y yo me perdí en los tuyos de celeste manso mar. Apenas tus luceros se abrigaron en los míos, ya me habías hechizado. Todo se volvió brillante, y retornó el aire puro del paisaje límpido de «nuestro misterioso remanso de paz». La primavera de colores insistía en no advertir el entorno gris del invierno limeño. ¡Ah, Susana! La magia terminó para mí cuando me contaste que estabas comprometida. Hubiese regresado a la calma de mi pueblo cuando te escuché. Pero no, no lo hice.

Tu prometido era el capitán de la policía, un hombre adusto y áspero que no entendió nuestra amistad. Enfadado estaba cuando tu risa se elevó en el salón, diáfana y alegre, en el momento que, estando a solas, te hice notar que tenías de compañero a ese Mambrú de antaño. Quizás pensaba que nos reíamos de él, o, tal vez, intuyó mi pasión por ti, porque mis ojos ya destilaban amor. A partir de ese día, en cada reunión que coincidíamos, él demostraba su hostilidad.

Una noche, que regresaba a mi hogar, pasé por tu casa. Al bordearla vi una pequeña puerta en la parte trasera, donde unos rosales se explayaban más allá de la reja como si fuesen una invitación. Recordándote, quise cortar una rosa roja. De inmediato, varios hombres me cogieron de los brazos y condujeron hacia una patrulla. Me defendí, pues pensaba que la acusación para encerrarme en la cárcel era absurda: ¡ladrón de rosas! Uno de los subalternos me dijo que habían encontrado un pordiosero muerto en la esquina próxima a tu casa. Me acusaron de ser el autor de la muerte del infeliz. El jefe era nada menos que tu prometido. Intuí que iba a ser imposible una absolución. Aquella noche luminosa sin estrellas, no hubo ningún alma en las inmediaciones del lugar. Mi suerte estaba echada. Creyeron al capitán; yo era un simple desconocido.

No sabía, amada Susana, si esta carta llegaría a ti. Solo anhelaba desahogar el pesar que siento. Me quedé prendado en los recuerdos cuando vi aquel rosal hermoso del jardín trasero de tu casa, y por azar del destino un desventurado había muerto, quizás de hambre, en la esquina.

Termino mi carta y ahora sé que llegará a tus manos. El buen cura vino a visitarme y a pedirme el último deseo. Era el padre Ambrosio Reyes, el hermano mayor de Luis, un compañero de la escuela fiscal. Lo reconocí por la cicatriz en la frente. Se la había hecho al pegar en la alambrada del jardín, una tarde que jugábamos con su pelota de trapo. Fue el único de los hermanos que enviaron al seminario, pues tenía como padrino al alcalde del pueblo. Me prometió hacértela llegar, pues, sagrado es cumplir la última voluntad de un hombre condenado a morir. Me dejó terminar la misiva este buen hijo del Señor.

Adiós, mi querida Susana. Siempre te amé; y si he de morir por amarte, gustoso acepto mi destino.

Tuyo, por siempre.

Carlos.

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