La
mnemotecnia es una cosa maravillosa. Por ejemplo, este clima me acuerda a mi
ciudad de origen: la terrible, alta y lluviosa Bogotá. ¡Oh! queridísima ciudad
de zorreros y de buses ejecutivos llenos de gentecita apretujada, de vendedores
ambulantes de todo tipo, de saltimbanquis en los semáforos, de raponeros de
carteras y aretes. ¡Oh! mi queridísima Bogotá cuanto extraño tus montañas, tu
caos vehicular, tus noches gélidas y tus parques con tus policías en cuatrimoto
persiguiendo muchachos que sólo quiere fumarse un porrito en paz. Tus
habitantes de calle con carritos de balineras y con sus pipas hechizas para
fumar un sustico. La mnemotecnia me lleva a recordar todas esas tardes y noches
que pasé en el humedal córdoba con todos mis compinches fumando y tomando vino
en caja de cartón y con pitillo y en nuestra locura nos reconectábamos con los
muiscas que alguna vez habitaron esas praderas. También están presente en mi
mente las putas de la décima y los travestis de la 22 al lado de la surtidora
de aves y el periquito que se compra en la 66 con Caracas y de la viejita de la
85 arribita de la 15 que debajo de su falda indígena tiene y da el paquetico de
10 mil pesitos. Ciudad aterradora y voraz en donde si no te avispas te come vivo.
Y esas, ahora lejanas, noches donde caminaba por toda la carrera séptima,
pasando por chapinero y en el parque de los hipies se hace una parada técnica
para reabastecerse de baretica y moscato y se sigue el camino para el norte sin
pasaporte. ¡Oh! Bogotá de mis amores, de mis desgracias, de noches lujuriosas
en donde, entre el guaro, el perico y el Mustang azul, se me fue la juventud y
las neuronas. ¡Oh! ciudad consumidora, corrupta, olorosa, me quiero sumergir en
tu putrefacto y cristalino rio y así fusionarme con tu porquería y poder decir que
soy rolo, cachaco y orgullosamente Bogotano.
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