A pesar del título, esto es una crónica; y no porque
cumpla con los requisitos para serlo –francamente los desconozco–, sino porque,
al contrario del contenido de un cuento, un verso o un relato (todos términos
que para un argentino están mayormente asociados a la ficción o a la artera y
cínica mentira), los hechos que aquí describo son absolutamente ciertos.
Me topé con su sitio web luego de múltiples golpes al mouse de mi computadora, y al leer lo que este desquiciado, soñador
o embaucador prometía, me pareció de una imposibilidad tal, que busqué algún
enlace en su página para dejar atrás ese disparate. Pero no había manera de
seguir adelante (o no era obvio cómo hacerlo) y, creo recordar, tampoco manera
de regresar.
La página estaba escrita en un español rudimentario,
lo digo sin pretensión, y el ofrecimiento era tan simple como sospechoso: un
kit para escribir el cuento perfecto. Ofertas de dudosa calaña existen en cada rincón
digital, pero esta tenía una particularidad que me llamó la atención y de ahí su
atracción: el cuento perfecto se había programado (no escrito, esta era la misión
del comprador) utilizando un algoritmo que resultaba en la cantidad precisa de párrafos,
adjetivos, pronombres, personajes, metáforas y demás ingredientes para que nada
le faltase o estuviera de más. El algoritmo, a su vez y según la presentación
que ya me había hecho sacar la tarjeta de débito de mi billetera y con la que
ahora golpeaba impaciente el escritorio, se nutría de 164 obras maestras de la
literatura universal, condensadas en algo así como un aceite esencial literario
libre de toda impureza y portador de cada una de las propiedades que le habían
ganado a esas obras un lugar en la ecuación.
“Si he comprado la sopapita para sacarle las abolladuras
a mi auto ya nada debería avergonzarme”, razoné, y con un par de clicks permuté
cinco horas de mi trabajo como repositor en un supermercado por la promesa de
construir algo que me permitiera cumplir con el sueño de ser alguien en el
mundo de las letras. Acepto que en un comienzo me asaltó el prurito de pensar que
esta misión que emprendía (o más bien el producto que obtendría) no sería arte.
Era como si Diego Velázquez hubiera recibido un rompecabezas de las Meninas y
tan solo se hubiera limitado a engarzar las partes. Ahora bien, ¿acaso los
escritores no enfrentan una situación similar a la mía, enmarcados y acotados por
las herramientas que les ofrecen el diccionario y las reglas gramaticales?,
concluí a modo de sentencia absolutoria.
Con el fin de ahorrarme una discusión con mi esposa, admito
sólo acá, que le escondí mi proyecto (Un poco también porque siempre me regaña
por ser víctima de lo que ella denomina, con iguales dosis de realidad y
crueldad, depredadores de imbéciles).
Al momento de hacer el pago nada había bajado a mi
computadora; tan solo había visto abrir una ventana con la promesa de que
dentro de las dos semanas recibiría el producto por correo. Si, el correo de
papel, quien diría. Y a los pocos días, después de una jornada monótona,
acomodando latas en la góndola de vegetales y pasándole el lampazo a la leche
derramada del pasillo 14, me encontré en la puerta de casa con un sobre que el
cartero no había podido hacer entrar en mi casilla postal.
Lo abrí mientras trataba de acariciar a mi perro que como
siempre celebraba mi regreso luego de catorce horas de angustia pensando en que
jamás nos reencontraríamos y mi familia flotaba a la deriva en aquel agujero
negro donde yo había comprado estas 57 páginas que me sacarían del anonimato.
Cuadré las hojas con unos golpecitos contra la mesada y entendí la premisa aun
antes de leer las instrucciones: debía ordenar las palabras de tal manera de armar
el cuento, siempre cuidando de usarlas a todas la cantidad de veces que
figuraba a la derecha de cada una de ellas. Eran 2.455, incluyendo las
repetidas.
Aun con los pocos conocimientos de estadísticas que
tenía, supe que la compilación, palabra por palabra, de esta supuesta obra
maestra era, si no matemáticamente imposible, de una complejidad tal que
debería abocarme por completo a ello si es que abrigaba la esperanza de
participar en el certamen nacional literario que aceptaba escritos hasta fines
de noviembre. A los pocos días un cliente que es profesor de física en la Universidad confirmó mi sospecha que con esa cantidad de palabras, el número de combinaciones era
esencialmente infinito. Me recomendó que fuera al lugar
donde había comprador el kit y pidiera alguna pista ya que cada palabra que
avanzaba reducía en miles la cantidad de posibles variantes. Así lo hice, y constaté
que el sitio ya había cambiado de rubro y ahora, con el mismo diseño de página,
se ofrecían paquetes turísticos.
“Me cagó y se fue”, concluí con algo de desazón, pero me
consoló saber que con $45 el malandro no estaría muy lejos, aun cuando por ese
dinero el nuevo sitio prometía un safari en Malawi.
Antes de que el carnicero me lo sugiriera, yo ya había
decidido utilizar el Coliseo, ese era el nombre con el que habíamos bautizado a
la cámara frigorífica del supermercado, el único lugar donde escapar a la vista
de un jefe tan desconfiado como friolento y poder entrenar para una pelea de
boxeo, fumar alguna hierba simpática, darle cabida a alguna urgencia de amor o,
¿quién podía negarme la ilusión?, escribir una pieza histórica.
Dentro del inventario de palabras encontré algunos indicios
de cómo comenzar y acotar así el número de posibilidades. Reconocí al
protagonista (Carlic, su nombre se repetía 7 veces) y quien seguramente tenía
alguna conexión afectiva con él ya que Mia aparecía en 5 oportunidades, olvidar
2, abrazo y sus acepciones, 4. La sola idea de que hubiera una sola solución se me hizo a un punto caprichosa
y asfixiante, pero a su vez me contenía saber que al final de lo que
seguramente serían días de arduo trabajo había una única combinación. La
perfección, por definición, no sabe de ambigüedades.
El frío de mi oficina improvisada, en cierta medida me
jugaba a favor, ya que me obligaba a apurar mi faena. Cada vez que entraba a mi
estudio gélido que constaba de una banqueta que le robé a una cajera antipática
y una mesa armada con cajas de calamares que hasta tanto yo finalizara no irían
a ninguna cazuela, aguzaba mis sentidos para adelantar lo más rápido posible,
antes de que mis dedos se agarrotaran y tuviera que salir a fingir alguna tarea
que me ayudara a desentumecerme y recuperar mi temperatura corporal.
A los pocos días comprendí que, aun con el auxilio de mi
capacidad de engaño para adelantar durante mis horas laborales, no lo hacía al
mismo ritmo que cuando me sentaba enfrente de la computadora de casa, y gozando
de un clima agradable y la comprensión de mi esposa que me creía enviando curricula,
las palabras e ideas fluían a un ritmo que me ilusionaba. Por lo cual, mi
segunda inversión en este proyecto (la mayor, sin dudas) fue la de resignar
hacer las horas extras con las que hasta entonces contábamos para llegar a fin
de mes, so pretexto que la empresa no estaba en buena posición financiera y habían
ordenado recortar gastos. Así estuve, mejor dicho, así estuvimos, durante 87 días.
Para cuando terminé (o creí hacerlo), la economía de
nuestra casa pendía de un hilo. Las cartas de desconexión de todos los
servicios (esas que siempre tienen colores estridentes) hacían un Mondrián ominoso
sobre la mesada. El contestador telefónico estaba abarrotado de mensajes de acreedores
que ahora deberían esperar a que yo cobrara el abultado premio del concurso.
Esta falta de recursos hizo que para enviar mi obra al
Centro Nacional de las Letras reciclara el sobre donde cuatro meses antes había
recibido el kit. Al abrirlo advertí que había una hoja doblada, la 58, que mis
dedos impacientes habían ignorado cuando saqué el bloque lleno de futuro. Esa
página tenía dos palabras: Zagreb y Zúrich. Dos palabras que yo, era claro, no
había utilizado. Me sentí como cuando uno termina de armar un mueble y advierte
que en el fondo de la caja quedan dos tornillos que deberían haberse utilizado (¿o
los pusieron de repuesto?). ¿Dónde era que no había puesto estas palabras? Sí, el cuento era perfecto, lo había leído y
releído y no dejaba de emocionarme e impactarme su prosa minuciosa, la cadencia
del relato y el final suave pero contundente. ¿Qué haría ahora con estas dos
palabras? Si el algoritmo las había
propuesto (creo que lo de la hoja doblada había sido una perversa broma del vendedor),
seguramente tenían su razón de ser y no podía, así porque si, ignorarlas. Menos
aún olvidarlas.
Tal vez la trampa había sido definir la perfección
dentro de los límites que me enmarcaron las hojas que inicialmente vi. Tal vez
al ubicarlas dentro de la historia el sentido cambiaría diametralmente y Carlic
y Mia no fueran más que dos personas viviendo vidas separadas, sin siquiera
haberse conocido.
Tuve tres días para reflexionar sobre cómo proseguir;
es aquí donde me sentí inmensamente solo y comprendí que había sido un error no
involucrar a mi esposa desde el inicio. Ahora no había tiempo para el enojo
inicial que seguramente la embargaría, el rencor moroso, y el revisar y hurgar
todos los rincones donde ubicar a estos dos invitados de última hora.
Luego de una noche con la mirada puesta en el techo
que intuí detrás de la oscuridad indiferente, aturdido pero consciente de mi
decisión, terminé borrando todo rastro del cuento casi perfecto (me duele y me
resisto a llamarlo imperfecto, aunque sé que efectivamente lo era).
Y hoy solo me queda esto, una simple y triste crónica de
quien estuvo a dos palabras de tocar el cielo con las manos y que ahora se
tiene que conformar con el relato de su fallido y vano intento.
Diciembre 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario